El arte de perder acento: migración y construcción de voz propia en Europa

Migración, pertenencia y voz propia en la Europa actual

Migrar no es solo cambiar de lugar. A menudo, es también cambiar de tono, de ritmo, de voz. El acento —esa huella que llevamos en la boca— se convierte en uno de los primeros puntos de negociación al llegar a una ciudad nueva. ¿Lo suavizamos? ¿Lo escondemos? ¿Lo defendemos?

En Europa, donde la movilidad entre países es una realidad común, esta pregunta se vuelve cotidiana. Y aunque las fronteras físicas han desaparecido en gran parte del continente, las culturales siguen vivas, muchas veces en la forma en que hablamos.

Habitar nuevos lenguajes

Vivir en distintas ciudades europeas significa convivir con múltiples lenguas y códigos. En Bruselas, quizás uno aprende a hablar con pausa, cuidando cada palabra en un entorno multilingüe. En París, a elegir con precisión lo que se dice. En Madrid, a ganar volumen, ritmo y humor.

Cada ciudad moldea la manera en que nos expresamos. Algunas palabras se apagan, otras se adoptan. No es necesariamente una pérdida: puede ser una expansión.

El desarraigo como punto de partida

Migrar implica muchas veces renunciar a la comodidad de ser entendido sin esfuerzo. Pero también invita a reinventarse, a descubrir nuevas formas de comunicar y de habitar el mundo. Ese desplazamiento —lingüístico, emocional, cultural— puede vivirse con nostalgia o con curiosidad. Yo suelo elegir lo segundo.

Me interesa la identidad en movimiento, las formas híbridas de ser y de decir, la riqueza que nace de los márgenes.

Encontrar voz propia

Perder acento no es perder raíz. Es aprender a plantar nuevas. Es dejar que lo propio dialogue con lo ajeno y construir desde ahí una voz auténtica, cambiante, pero siempre propia.

Porque no hay una sola manera de habitar Europa, ni una sola forma de pertenecer. Hay muchas. Y todas, en su contradicción y riqueza, merecen ser contadas.

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